CapÃtulo 101
—Tu padre es neutral, asà que no está bien que te juntes demasiado con el conde Fontaine, que es de la facción noble. Mantén una distancia adecuada.
—Arthur no se ha pasado por completo al bando noble.
El primer argumento que su hija, quien nunca replicaba sin importar lo que le dijeran, decidió dar era ese. La decepción se dibujó en el rostro de la marquesa de Evans.
La expresión de la marquesa se tornó gélida al instante.
—¿De verdad eres mi hija, esa que solÃa ser tan inteligente? Aunque sea el Héroe, si se alió con el marqués Rodrigo, es parte de la facción noble. ¿En qué mundo vives que lo niegas?
—…
—El Emperador está bailando con cuchillos en plena luz del dÃa, y el idiota que pone el cuello ante eso se llama a sà mismo Héroe. Y la compañera más cercana a ese héroe es mi hija
La marquesa chasqueó la lengua, y Boram dejó escapar un suspiro leve.
Arthur era ahora, ante los ojos del mundo, un noble de la facción noble. Sus encuentros privados con el marqués Rodrigo habÃan aumentado, y ya habÃa sido presentado a varios aristócratas del bando.
En sus dÃas libres, compartÃa con ellos equitación, cacerÃas y otras actividades para estrechar lazos. Y si alguien apenas mencionaba la Espada Sagrada, reaccionaba con irritación y enojo.
Por mucho que Boram intentara aconsejarle, Arthur ni siquiera fingÃa escuchar.
Aunque nunca habÃa sido de prestar mucha atención a sus palabras, últimamente Arthur habÃa empeorado.
Se volvió más impulsivo, como aquel dÃa que de repente quiso ver a Ketron. ContenÃa menos sus arrebatos, y sus pensamientos se simplificaban cada vez más.
Recientemente, cuando la Santa Laila visitó y murmuró algo sospechoso sobre la Espada Sagrada, Arthur la reprendió en público y la expulsó. Los rumores se esparcieron rápido, y hasta circulaban habladurÃas de que su compromiso se habÃa roto.
Para ese punto, era obvio. La Espada Sagrada, la falsa Espada Sagrada, estaba afectando enormemente a Arthur.
Y lo hacÃa de la peor manera.
Aun sabiéndolo, aun siendo consciente de que algo andaba muy mal, Boram apenas podÃa hacer algo.
Como ese dÃa. Como el dÃa en que Arthur decidió arrebatar el tÃtulo de Héroe, ella solo podÃa ayudarlo a conseguir lo que querÃa o quedarse de brazos cruzados.
Porque si ella también se iba, Arthur se quedarÃa completamente solo.
Ese hombre necio.
—En fin, aléjate del Héroe. Mantén la distancia.
Su madre le repetÃa hoy, como siempre, que se distanciara de Arthur. Alguien para quien eso era imposible. Boram permaneció en silencio.
—Sigo sin entender cómo ese tonto logró derrotar al Rey Demonio.
La marquesa de Evans chasqueó la lengua. Ella, que creÃa que para alcanzar la cima en la espada o la magia se necesitaba una mente excepcional, parecÃa incapaz de aceptar que Arthur hubiera vencido al Rey Demonio.
Los verdaderos fuertes lo sabÃan. Que la torpe imitación de Héroe de Arthur era falsa.
Por eso fue Boram quien le sugirió priorizar su papel como noble del Imperio antes que como Héroe, sumergiéndose en la polÃtica. Pero no esperaba que terminara asÃ.
—Creer que puedes cambiar a un hombre también es terquedad y obstinación. Aún no es tarde. Aléjate de él y encuentra a alguien que sà te ame.
La marquesa suspiró, mirando a Boram con preocupación.
—Boram, hay algo que tu madre siempre dice.
Tras un breve silencio, Boram respondió.
—…La magia no es perfecta.
—Incluso la poderosa magia que parece hacer lo imposible no puede crear amor ni cambiar la esencia de una persona.
—Lo sé.
Si lo sabÃa, ¿por qué…? La marquesa contuvo a tiempo otro regaño y en su lugar preguntó algo importante.
—¿Estás acumulando maná como debes?
Boram asintió. Los hijos de la Casa Evans, conocidos por especializarse en magia destructiva para combate, eran famosos por almacenar maná en sus cuerpos hasta liberarlo de golpe, potenciando sus hechizos.
—…No hagas elecciones necias. Decide con sabidurÃa.
Con esas palabras, la marquesa de Evans se marchó.
—Haah…
Boram, con el rostro sombrÃo, se dejó caer en la cama apenas su madre salió. Le dolÃa la cabeza.
Ya habÃa tomado la peor decisión, y no planeaba ser más sabia en el futuro.
Todo estaba mal. Desde el dÃa que traicionó a Ketron, era como un carruaje que, habiendo tomado el camino equivocado, seguÃa avanzando sin saber si era una pendiente peligrosa o una ruta sin salida.
Y aunque presentÃa el desastre, aunque sabÃa cómo terminarÃa ese carruaje desbocado, no podÃa bajarse. Enterró el rostro en la almohada.
No, no era un presentimiento. El carruaje ya habÃa llegado al lÃmite.
Y no mucho después, como si ese oscuro presentimiento no hubiera sido un error, recibió las peores noticias.
* * *
Arthur sabÃa que últimamente a menudo se veÃa arrastrado por ciertos impulsos.
A veces lo sumÃan en una profunda melancolÃa, eran destructivos y, al mismo tiempo, terriblemente irracionales.
Aunque sabÃa que no le hacÃan ningún bien, aunque intuÃa que la Espada Sagrada era en parte responsable, no podÃa soltarla.
También lo sabÃa. Que la espada no era auténtica.
¿Cómo iba a serlo? Se consideraba capaz de juzgarse con cierta objetividad, y en esa evaluación no habÃa rastro de orgullo, de creerse digno de blandir una Espada Sagrada, ni de considerarse un hombre fuerte.
Asà que esta espada, que se habÃa entregado a él, jamás podrÃa ser la verdadera.
Tampoco era una espada ego, con conciencia propia capaz de hablar con su dueño.
Era, sin duda, una falsificación.
La razón le susurraba una y otra vez que debÃa soltarla, pero Arthur, en vez de hacerlo, se abandonaba al impulso.
Todos tienen algo a lo que no pueden renunciar, y para Arthur, era esa espada.
La espada que siempre habÃa envidiado. El objeto que siempre habÃa deseado. Un arma idéntica a aquella altiva y hermosa hoja que jamás le hubiera permitido siquiera tocarla. La réplica lo hechizó. No pudo resistirse.
Solo un poco más. Solo un poco más.
Si alguien le preguntara —¿cuánto es un poco más? —no tendrÃa respuesta, y aun asÃ, una y otra vez, solo un poco más, solo un poco más… Hasta que, en algún momento, sin que él se diera cuenta, el carruaje llegó al borde del precipicio.
Y un dÃa, sin poder frenar, ocurrió.
—¡¡Aaaahhh!!
El grito desgarrador de la gente lo sacó de su trance.
Un olor metálico le llenó la nariz. ¿Qué era ese olor? ¿Qué habÃa estado haciendo?
Se encontró de pie sin recordar cuándo se habÃa levantado. Su último recuerdo nÃtido era estar sentado frente al marqués Rodrigo, charlando sobre trivialidades, tomando té…
A su lado estaba el asistente del marqués, sirvientes y doncellas pululaban, y su orgullosa Espada Sagrada, como siempre, emanaba ese aura majestuosa desde donde reposaba.
Hasta ahà llegaba su memoria. Como si se hubiera dormido en ese instante.
La taza de té que sostenÃa se difuminó en su mente, y de pronto estaba de pie, incorporado de golpe.
En su mano, en lugar de la taza, empuñaba la espada que tanto amaba.
Al mirar a su alrededor con expresión aturdida, algo rojo captó su atención. Un hombre vestido con ropas lujosas yacÃa a sus pies, cubierto de un lÃquido escarlata.
Un rostro que habÃa visto con frecuencia últimamente.
Tendido en el suelo, con los ojos desorbitados, era obvio que ya no estaba vivo. La profunda herida que le atravesaba el pecho aún manaba sangre a borbotones.
Ese hombre estaba muerto.
—…Mierda.
Al reconocerlo, Arthur dejó caer la espada sin querer.
El arma pesada golpeó el suelo con un sonido sordo, salpicando la sangre que la cubrÃa. En un instante, el blanco mantel de una mesa cercana se tiñó de rojo oscuro.
Solo entonces vio el estado de la espada. Empapada en sangre, ya no brillaba como solÃa hacerlo.
Era una farsa. Una falsa Espada Sagrada manchada de sangre.
Y no de cualquiera, sino del marqués Rodrigo.
—¡El marqués Rodrigo ha sido asesinado!
Alguien gritó y salió corriendo de la habitación.
—¡El Héroe ha matado al marqués Rodrigo!
Las doncellas y sirvientes, aterrorizados de verse implicados, también huyeron en segundos.
El único que quedó fue el asistente personal del marqués.
Un hombre de semblante pálido que evocaba a una serpiente, ahora solo, observó fijamente el cuerpo sin vida de Rodrigo, o más bien, lo que ahora era solo un pedazo de carne ensangrentada, antes de volver su mirada hacia Arthur.
A pesar de haber presenciado el asesinato de su señor, su expresión apenas cambió.
Vio al estúpido Héroe, con el rostro desencajado, negando la realidad, y entonces, lentamente, esbozó una sonrisa.
Una sonrisa que recordaba a la de una serpiente.
Comentarios
Por favor sé respetuoso y no hagas PDFs de nuestras traducciones