CapÃtulo 102
Boram caminaba por el palacio imperial, como siempre, sin escolta.
Los sirvientes del palacio, que andaban atareados decorando y reorganizando todo para recibir el Año Nuevo, ahora se agrupaban en rincones, cuchicheando como si nunca hubieran estado ocupados.
Hasta las doncellas y sirvientes del palacio, entrenados para ignorar cualquier chisme y seguir con sus tareas, no podÃan resistirse a comentar este tema.
El Héroe ha matado al marqués Rodrigo. ¡Dios santo!
Tras los murmullos, las miradas se posaron en Boram, que pasaba por allÃ.
No eran las miradas llenas de reverencia y respeto que solÃa recibir desde su regreso.
Eran miradas cargadas de insolencia.
Dirigidas a Boram, la maga que habÃa sido la compañera más cercana de «ese Héroe» y que seguÃa frecuentándolo incluso después de su regreso.
En momentos como estos, lo llaman "el Héroe" en vez de "el conde Fontaine".
Claro, era más impactante y escandaloso asÃ.
A Boram no le importaban ni las miradas ni los rumores. Antes y después de su regreso, siempre habÃa estado en el centro de atención. No era de las que se incomodaban por unos cuantos ojos clavados en ella.
Tras enterarse de la impactante noticia sobre Arthur, Boram se mantuvo más serena de lo esperado. Su mente, antes atormentada, inexplicablemente se calmó.
No habÃa razón para seguir dudando.
Tres dÃas habÃan pasado desde que Arthur matara al marqués Rodrigo.
El Imperio se habÃa sacudido.
El palacio, la alta sociedad, el pueblo. Todos, sin excepción, estaban consternados por la noticia.
Arthur fue arrestado y encarcelado de inmediato.
HabÃa demasiados testigos como para poder defenderse. Todos los presentes aquel dÃa declararon que no habÃa sido atacado ni habÃa actuado en legÃtima defensa. Y, crucialmente, cuando se confirmó que el arma homicida era su Espada Sagrada, cualquier excusa perdió sentido.
Por muy Héroe que fuera, habÃa asesinado a un noble dentro del palacio imperial. Ni el emperador, conocido por su indulgencia con el Héroe, podÃa hacer la vista gorda.
—No hagas nada bajo ningún concepto.
En cuanto supo lo ocurrido, la marquesa de Evans fue directo a advertirle a Boram.
Que no se involucrara, que no hiciera nada.
Pero quizás, en el fondo, la marquesa ya lo esperaba. Que Boram no podrÃa quedarse de brazos cruzados.
Por eso intentó detenerla.
Pero la hija obediente que seguÃa ciegamente las palabras de su madre habÃa desaparecido hacÃa mucho. Al salir de la mansión, Boram echó un vistazo a su habitación, a la que nunca habÃa prestado mucha atención, pensando que quizás serÃa la última vez. No sintió nada especial.
Al final, se dirigió a ver a Arthur.
Solo habÃa un calabozo subterráneo en el palacio imperial. Un lugar que no se usaba desde la era del anterior emperador, mucho menos durante el auge de los demonios. No habÃa criminales dignos de ser encerrados allÃ.
En el rincón más olvidado del palacio, en una prisión lúgubre donde antes se pudrÃan incontables reos, ahora solo habÃa un prisionero.
Dos soldados que custodiaban la entrada cruzaron sus lanzas al ver a Boram.
—Lady Evans, lamentamos informarle que el acceso está restringido.
Boram no vaciló. Ante la firme negativa de los guardias, como si recitaran un discurso preparado, lanzó un hechizo.
Al instante, la mirada de los dos soldados se tornó vacÃa. Las lanzas que bloqueaban su camino se apartaron. Incluso uno de ellos se apresuró a abrir la puerta.
Aunque el sistema de defensa de la prisión imperial era excelente, nadie habÃa previsto que alguien se atreverÃa a infiltrarse desafiando una orden expresa del emperador.
Y mucho menos que serÃa la hija de la Casa Evans. La llegada de un prisionero a la prisión del palacio era algo tan poco común que todos se habÃan descuidado.
Un olor metálico impregnaba el subterráneo. ¿Sangre? ¿Hierro? Un aroma denso e indefinible. El aire húmedo y el hedor que irritaba las fosas nasales no arrancaron ni un gesto de disgusto a Boram mientras avanzaba.
Su intrusión fue sorprendentemente sencilla.
HabrÃa sido perfecta de no ser porque, antes de llegar a Arthur, se topó con AgustÃn.
Arthur estaba seguro de que nadie sospecharÃa de Boram, pero todos la estaban mirando con recelo.
Todos creÃan que Boram Evans estaba confabulada con Arthur Fontaine. Que su relación no era normal.
Por eso los soldados que le habÃan impedido a ella el paso no se interpusieron cuando AgustÃn entró. No como con ella.
Ella soltó una risotada.
No era una suposición tan descabellada al fin de cuentas.
—¿Boram?
En cuanto Arthur, encerrado en el interior de la celda, reconoció el rostro de Boram, se aferró a los barrotes. En apenas unos dÃas, el cansancio y el agotamiento se habÃan apoderado de su semblante.
—¡Boram!
Pero ni siquiera ante esa voz que la llamaba con desesperación, Boram miró a Arthur. En cambio, concentró su atención en AgustÃn.
AgustÃn entrecerró los ojos al ver a Boram entrar con paso tranquilo.
—¿Cómo entraste?
—Si hay un camino, ¿qué me impedirÃa venir?
Boram respondió como si no fuera nada, como si no hubiera encontrado obstáculos al entrar, pero AgustÃn no se dejó engañar.
—Fui yo quien vio en tiempo real cómo el edicto imperial te prohibÃa la entrada.
ParecÃa que hasta el emperador habÃa anticipado su intrusión.
Pero, por supuesto, no habrÃa imaginado que ella se atreverÃa a violar la orden de prohibición y aparecer en el peor lugar posible. Por eso solo habÃan asignado un par de soldados.
AgustÃn, continuando su discurso, suspiró como si hubiera comprendido algo.
—Usaste magia, ¿verdad?
—…
—Te abriste paso usando magia contra los soldados que bloqueaban el camino.
La suposición de AgustÃn rozaba la certeza. Ni siquiera preguntó «¿A que sÃ?». Y era cierto.
No era solo un reproche por haber usado magia dentro del palacio imperial.
—Desafiaste el edicto imperial como si nada.
Ahora entendÃa qué habÃa llevado a Boram hasta allÃ.
—…
Boram clavó la mirada en AgustÃn.
Sus dedos se movieron. Estaba acumulando mana en las manos, preparándose para atacarlo si era necesario. Aunque en la prisión habÃa runas que inhibÃan el uso de mana para evitar fugas, una maga de su nivel podÃa lanzar hechizos incluso con interferencias. AgustÃn también tenÃa su mana restringido, asà que valÃa la pena intentarlo.
Pero aunque AgustÃn fuera un ignorante en magia, también era uno de los compañeros del héroe que habÃa enfrentado al Rey Demonio, un héroe en sà mismo. Al ver a Boram prepararse para el combate, su rostro se heló.
—No exageres. Sabes lo que le pasarÃa a Arthur si tú y yo nos enfrentáramos aquÃ. —…
—Te importa, ¿no? Arthur te importa.
Sus últimas palabras rozaban el sarcasmo.
Ah, claro.
AgustÃn también lo sabÃa. Y aun asÃ, hasta ahora, no habÃa dado señales de haber intuido la relación entre ellos.
Guardaron silencio un rato.
—¿Sabes desde cuándo sentà que algo andaba mal, Boram?
Fue AgustÃn quien rompió el silencio primero.
—Cuando regresamos, al terminar el viaje.
Era como decir que todo empezó a torcerse desde ese momento.
—¿Por qué cada vez que los veo a ustedes siento que todo está mal?
—…
—No creo que sea solo una impresión mÃa.
AgustÃn siempre tuvo buen instinto. Aunque diferente al sexto sentido de Ketron, lo cierto era que su intuición los habÃa salvado en más de una ocasión.
Pero Boram lo negó rotundamente.
—Tu instinto se equivoca. Es solo imaginación.
—…
—Tengo cosas que hablar a solas con Arthur. ¿Te importarÃa dejarnos?
Era una petición bastante descarada, considerando que acababa de prepararse para atacarlo. AgustÃn, que se apoyaba contra los barrotes de la celda, suspiró ante su desfachatez.
—Claro, ustedes siempre han sido asà desde que volvimos.
—…
—No, desde antes, desde el camino de regreso. Todo estaba raro.
—No lo estaba. Tú lo malinterpretaste.
—Antes no eras asÃ, ni tú ni Arthur.
—…
—Después de aquel dÃa, todo se torció. Todo.
Ante esas palabras, no hubo manera de responder.
La magia que borraba existencias era poderosa, pero jamás bondadosa. Boram logró encajar a Arthur en el vacÃo que Ketron dejó al desaparecer, pero la presencia de Arthur no alcanzó a llenar por completo el hueco que Ketron ocupaba en la memoria de todos. Al final, quedó una sensación de discordia. Esa discordia no la sentÃa nadie con más intensidad que AgustÃn, quien durante años habÃa compartido penurias y alegrÃas con Ketron, quien más cerca estuvo de él.
La ausencia de su amigo. La presencia de Ketron que la insuficiencia de Arthur no podÃa cubrir.
—¿Qué diablos hicieron ustedes?
¿Qué podÃa decir Boram ante unas palabras que sonaban más a acusación que a pregunta?
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