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Ketron Chapter 103


 Capítulo 103

Agustín había estado distanciándose de los dos desde su regreso. A veces intentaba acercarse y comportarse como antes, pero se frustraba al no poder hacerlo. 

Sin embargo, nada cambiaba. Poco a poco, se alejó de ellos. 

No sabía cómo enmendar las cosas, ya que había perdido la memoria. Con un suspiro de frustración, salió de la celda. 

—¿Qué haces desde hace rato? ¡Agustín! ¿No confías en mí? 

Arthur, que había presenciado la discusión entre ambos desde dentro de la celda, gritó con voz agitada. Sonaba como si temiera que algo se descubriera, y eso era peor que guardar silencio. 

Agustín respiró hondo. 

—Ya no puedo confiar en ustedes. 

—¡Agustín! 

—Arthur. 

Agustín volvió la mirada hacia él. Sus ojos estaban tan fríos que Arthur, sin darse cuenta, se estremeció. 

—Ya no habrá gloria en tu camino. 

Eran palabras de un veredicto gélido. Aunque fuera el héroe que salvó al mundo, lo que había hecho cruzaba claramente un límite. 

Había matado a un noble dentro del palacio real, nada menos. Y además, siendo alguien a quien se le permitía portar armas precisamente por ser el héroe. 

Un crimen tan grave que, en circunstancias normales, habría merecido una ejecución inmediata sin juicio. Pero, considerando su estatus, se decidió llevarlo a juicio en lugar de aplicar el castigo de inmediato. 

Claro, ante los ojos del mundo, él era el héroe. El salvador que todos admiraban. Así que, aunque hubiera cometido un gran error, era probable que su título mitigara el castigo. 

Pero por más que la fama de héroe pudiera borrar delitos menores, esta vez la víctima no era cualquiera: era el marqués Rodrigo. 

Un gran noble que representaba a la facción aristocrática, aunque se opusiera al emperador. Que alguien así fuera asesinado dentro del palacio hacía inevitable el arresto y el juicio, incluso para el héroe. 

Además, aunque saliera ileso y recibiera un castigo leve, su reputación ya estaba fracturada. 

Los rumores de que había balbuceado disparates culpando a la Espada Sagrada hicieron correr la voz de que el héroe se había vuelto loco. 

Como dijo Agustín, su camino ya no estaría pavimentado solo de gloria. 

Arthur golpeó su pecho con frustración. —¡Yo no fui! ¡Créeme! ¡A mí también me engañaron! 

—¿Quieres que me trague esa tontería de que el gran héroe no supo distinguir una Espada Sagrada falsa? 

Parecía que Arthur ya había intentado convencer a Agustín de que la espada era falsa antes de que Boram llegara, pero, por supuesto, no funcionó. 

—Por el cariño del pasado, esto es todo lo que puedo concederte. 

Agustín lanzó una mirada fría hacia Boram antes de dar su ultimátum. 

—Habla en silencio y lárgate. 

Era lo mismo que decir que ya no eran compañeros. Que el frágil hilo que los mantenía unidos desde su regreso se había roto por completo. 

Era el momento en que se cortaba definitivamente el lazo forjado durante años de viajes y batallas donde arriesgaron sus vidas juntos. 

Agustín salió. Probablemente esperaría afuera, vigilando, para evitar que Boram intentara sacar a Arthur. 

—¡Esto es injusto! ¡Tú lo sabes mejor que nadie! 

Cuando Agustín se fue, Arthur le gritó a Boram. Su rostro, demacrado en esos días, inspiraba lástima, pero Boram no sintió nada. 

Ella siempre pensaba: 

«¿Por qué amé a alguien como tú?»

«¿Cuál será nuestro final?»

Nunca había tenido la intuición de Agustín para leer el futuro, pero cada vez que lo imaginaba, solo veía un porvenir desolador. 

Claro, ni en sus peores pesadillas habría imaginado que terminarían así, separados por barrotes. 

Qué patético. 

—¿Qué se supone que sé mejor que nadie? 

—¡Que yo no haría algo así! 

Boram tardó un momento en elegir sus palabras. «Arthur no haría eso». Sí, en circunstancias normales, era cierto. No tenía sentido que arruinara su propio futuro. 

Pero aun así, el mana que atraía la Espada Sagrada terminó por arrastrarlo, llevándolo al abismo. 

No, desde el principio eso no era una Espada Sagrada.

—Sí, tú lo sabes mejor que nadie. Que no debiste acercarte a esa espada.

Ante esas palabras, Arthur cerró la boca de golpe. Evitó la mirada y apretó los labios, como alguien que ya lo sabía.

Que aquello jamás fue una Espada Sagrada. Que no debió acercarse.

Pero ¿acaso ella no lo sabía también? Cuán vulnerable era Arthur ante las tentaciones.

Siempre intentó tocar la Espada Sagrada aunque sabía que lo lastimaría. Anheló arrebatar el lugar del héroe aunque supiera que no podría cargar con él. Guardó esa espada a su lado aunque supiera que era falsa, deseando desesperadamente ser como Ketron.

Y al final, esto fue lo que encontró.

—¡Esa espada me la dio el marqués Rodrigo! ¡Es una conspiración! 

—¿Y cómo piensas demostrarlo? 

El marqués Rodrigo, quien debería hablar, estaba muerto.

Quizá con el tiempo se descubriría la verdad. Que la espada estaba maldita desde el principio. O que fue creada con ese propósito.

Pero ¿cuánto tardaría? ¿Y cuán severas serían las miradas hacia el héroe que no reconoció una Espada Sagrada falsa?

¿Podría Arthur soportarlo?

Era un plan perfecto. Aunque no se sabía quién lo urdió, había sellado toda salida.

Boram suspiró.

—Boram, tú sabes… que esto es injusto para mí. 

—…Lo sé. 

Ella tampoco había venido con una solución. Solo llegó a ver cómo estaba. Era un alivio que, aunque demacrado, no estuviera herido ni al borde de la muerte.

¿En medio de todo esto, aún se preocupaba por la salud de este hombre? No podía evitar que ese pensamiento surgiera.

—Intentaré pensar en algo. Tú preocúpate por seguir con vida. 

—Sí, gracias, Boram. 

«Solo en momentos como este me miras como si fuera lo único que existe».

Boram observó a Arthur tras los barrotes. Su rostro, con un tenue brillo de esperanza, seguía siendo ordinario. Nada especial.

Aun así, era el hombre que amaba.

—Cuando salga de aquí, terminaré lo de Laila. 

—¿Ah, sí? 

Más que «terminarlo», sería «que lo terminen», pero Boram no lo corrigió. ¿Qué matrimonio podría haber entre un criminal y la santa Laila?

—Sí, de verdad solo te miraré a ti. Escucharé lo que digas… 

—Como si fuera cierto. 

—¡En serio! Reflexioné y te escucharé. 

Mentiras, arrepentimiento, reconciliación, y otra vez mentiras.

Lo sabía, pero no pudo evitar que esas palabras le hicieran albergar esperanza. Qué desastre de personas. Los dos.

En este punto, lo mejor era superar esto de una pieza.

Que Arthur declarara bien en el juicio, pasar desapercibidos… eso era todo.

Antes de venir, había considerado usar la fuerza para sacarlo, pero su encuentro con Agustín la calmó.

Esto no se resolvería con arrebatos. Aunque todo parecía desmoronarse, habría una salida.

Mientras pensaba eso, unos pasos sin intento de ocultarse resonaron. Boram volvió la cabeza.

Pensó en Agustín, pero no era él.

No era alguien conocido. Pero su rostro, grabado a fuego en su memoria, era inconfundible.

El asistente del marqués Rodrigo. El hombre que le entregó la espada a Arthur.

Un hombre que recordaba vívidamente por su aura serpentina, como si lo hubiera visto antes. No era un desconocido. Estuvo presente cuando asesinaron al marqués.

Pero no tenía motivo para visitar a un criminal, y Boram había llegado primero. Aunque entró a la fuerza, Agustín estaba afuera y no habría entrado sin saber que ella estaba dentro.

¿Por qué lo dejó pasar?

No lo entendía. Su mente ya estaba revuelta, ¿y ahora este hombre aparecía aquí?

Boram pasó la mano por su cabello, irritada.

—¿Qué haces aquí? Vete. 

Pero el hombre no mostró incomodidad al ver a Boram allí, ni inclinó la cabeza obedeciendo su orden. 

Una sonrisa extraña se dibujó en sus ojos mientras alternaba la mirada entre ella y Arthur, hasta que esbozó una risa burlona. 

—Te lo dije. 

—¿Qué…? 

—Que te arrepentirías. 

¿De qué hablaba? Boram juraría que, aunque lo había visto de lejos, jamás había intercambiado palabra con ese hombre. 

¿Arrepentirse? ¿Cuándo le había dicho eso? 

Mientras pensaba esto, de pronto surgió en su mente el recuerdo de alguien gritando con la boca llena de sangre: 


[—Sin duda te arrepentirás]. 


Fueron las últimas palabras del Rey Demonio. Lo que ese ser, al borde de la desaparición, les dijo a todos ellos en su momento final. 

Que se arrepentirían. 

Aparte de eso, no recordaba que nadie más le hubiera dicho algo así. Las pupilas de Boram temblaron. 

No podía ser. No, no podía ser. 

Pero si se trataba de «ese» ser, ¿no encajaban entonces todas las piezas? 

No, imposible. 

—¿Tú quién-? 

En ese instante, la mirada de Boram se nubló. 

Sus ojos, antes llenos de hostilidad hacia el hombre, se empañaron. Toda expresión desapareció de su rostro, que momentos antes estaba congelado en horror. 

—¿Boram? 

Arthur, al notar lo anormal de la situación, llamó su nombre, pero ella no reaccionó. 

Permaneció inmóvil un momento, hasta que, de pronto, rozó al hombre al pasar y comenzó a salir de la prisión. 

Ante lo abrupto del acto, Arthur sintió verdadero pánico. 

—¡Boram! 

Pero Boram no respondió. Tal como llegó, desapareció en un instante. 

Como si no fuera a volver jamás. 

—¡Boram! 

Arthur gritó su nombre desesperado, pero ella no regresó. 

Un presentimiento terriblemente siniestro lo invadió. 

La sensación de que aquella sería la última vez que vería a Boram. 

El hombre sonrió, divertido, ante los gritos desgarrados de Arthur, y se acercó a los barrotes de la celda. 

Instintivamente, Arthur retrocedió. 

Al verlo, el hombre dejó escapar una risa genuina. 

—Así eres tú. Tu instinto de supervivencia siempre fue agudo. Nunca fuiste tan tonto como para actuar como un cachorro que desafía a un tigre. También eso es un talento admirable. 

—…¿Quién eres? 

Arthur lo miró con desconfianza, alertado por su tono, como si lo conociera bien. La situación se torcía. Este hombre… ahora lo recordaba. El asistente del marqués Rodrigo. Quien le entregó la Espada Sagrada. 

De pronto, una idea relampagueó en su mente: en los momentos cruciales, ese hombre siempre estuvo allí. Justo cuando ese pensamiento cruzaba su mente, el hombre habló. 

—Arthur. 

Con una sonrisa fresca, preguntó: 

—¿Te divirtió jugar a ser héroe?


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