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Ketron Chapter 105


 Capítulo 105

Agustín solía confiar en sus robustas piernas para desplazarse, siempre que no se tratara de distancias demasiado largas. 

La capital, Ilena, era extensa, pero según sus estándares, mientras estuviera dentro de la ciudad, no necesitaba un carruaje. Su carruaje personal estaba tan poco utilizado que casi no recordaba cuándo había rodado por última vez. 

Sin embargo, ahora no solo había pedido uno prestado apresuradamente en el palacio imperial, sino que además apremiaba al cochero. 

—Ugh. 

Sentía que su cabeza iba a estallar. 

Agustín se agarró la cabeza, que palpitaba con un dolor punzante, y gimió. 

—Maldita sea, ¿qué demonios pasó? 

Extrañamente, parte de sus recuerdos estaban fragmentados. 

Recordaba con claridad haber escuchado los delirios de Arthur en la celda, enfrentarse a Boram y esperar frente a la prisión, preocupado de que ambos estuvieran tramando algo estúpido. 

Pero después de eso, no había nada. 

Al recuperar el sentido, descubrió que no solo los guardias que custodiaban la prisión, sino también él mismo, yacían inconscientes en el suelo. Sospechando que era obra de Boram, entró alarmado a la celda, pero ella ya no estaba, y Arthur seguía encerrado, quieto y tranquilo. 

En cierto modo, eso podía considerarse un alivio, pero si Boram había sido la atacante, le resultaba desconcertante que hubiera logrado neutralizarlo a él y a los guardias sin que se dieran cuenta antes de desaparecer. 

Boram era poderosa, sí, pero Agustín tampoco era débil. Aunque no podía usar magia, no era del tipo que se rendía ante los magos, así que había entrenado hasta casi el límite para aumentar su resistencia mágica. 

No era suficiente para confiar plenamente contra una maga tan fuerte como Boram, pero tampoco era tan vulnerable como para caer inconsciente sin siquiera recordar cómo. 

¿Acaso no había entrenado tanto con ese tipo solo para aumentar esa resistencia? 

—¿…? 

De pronto, sus pensamientos se detuvieron. 

Era cierto que había aumentado su resistencia mágica. Pero ahora que lo pensaba, recordaba vagamente haber usado métodos brutales para lograrlo. Sin embargo, no podía evocar ningún detalle concreto. 

No recordaba qué métodos había usado, ni con quién había entrenado. Nada. 

—Ha. 

Otra vez. 

Ese vacío en su memoria ya le resultaba familiar. 

Al principio, no se había dado cuenta. 

Los recuerdos desaparecían con tanta naturalidad que ni siquiera notaba su ausencia. 

Pero de vez en cuando, cuando trozos de un pasado intenso y vívido chocaban en su mente, no podía evitar sentir una punzada de desconcierto. 

Sabía que debían ser recuerdos increíblemente significativos, ¿entonces por qué no quedaba rastro de ellos? 

Había algunos recuerdos que parecían estar vinculados a Arthur, pero no. No eran recuerdos de Arthur. 

Era otra persona. 

Pero no tenía idea de quién. 

Y tampoco entendía por qué su mente los había reemplazado naturalmente por recuerdos de Arthur. 

Desde que se dio cuenta de esos vacíos, el mundo empezó a verse distinto ante sus ojos. 

Todo le parecía una mentira. 

«¿Me estoy volviendo loco? ¿O es el mundo el que enloqueció?»

Nunca lo había exteriorizado ante nadie, pero seguía perdido en el caos de su mente y en los recuerdos esquivos. 

Sin embargo, había una única persona que, al verla por casualidad, lo liberaba momentáneamente de ese tormento. 

Y ahora, sin saber muy bien por qué, Agustín le ordenó al cochero que condujera lo más rápido posible hacia la posada de Eddie, donde estaría ese tipo. 

Tenía la vaga sensación de que encontraría a Boram allí. 

Si le pedían una razón concreta, no tenía ninguna. Solo era un presentimiento. 

Pero cuando llegó a la posada de Eddie, se dio cuenta de que su corazonada solo había sido media cierta. 

Boram sí estaba allí. 

Pero la posada de Eddie no. 

O más bien, el lugar era el correcto, pero el edificio había desaparecido. 

Sin dejar ni una sola columna en pie. 

Entre los edificios apiñados a lo largo del bulevar, separados por la fuente de la plaza central, solo la posada de Eddie había desaparecido, como si alguien la hubiera arrancado junto con sus cimientos. 

—Dios mío. 

Hasta el cochero que conducía el carruaje se quedó boquiabierto, incapaz de cerrar la mandíbula. 

El edificio de dos pisos, que hasta hacía poco brillaba como nuevo, ahora estaba completamente reducido a escombros, como si nunca hubiera existido. 

Y ni siquiera eso. La mayoría de los restos parecían haber volado a algún lugar desconocido, dejando solo el solar donde antes estuvo la posada, limpio como si hubiera sido arrasado por una catástrofe. 

Como si una fuerza abrumadora y perfecta lo hubiera borrado del mapa. 

Si alguien hubiera estado dentro, no habría sobrevivido. 

La gente se agolpaba murmurando, observando de reojo los restos de la posada de Eddie y a la persona que yacía desplomada frente a ellos. 

Era Boram. 

Sin perder tiempo, Agustín saltó del carruaje y se abrió paso entre la multitud. 

Algunos entre la gente lo reconocieron y cuchichearon, pero él no les prestó atención. 

—¡Boram! 

Al escuchar su voz, Boram, que estaba sentada con la mirada perdida, alzó lentamente la cabeza. Su rostro, siempre frío e impasible ante el mundo, ahora mostraba una expresión vacía que él nunca antes le había visto. 

—¿Qué demonios has hecho? 

Era obvio para cualquiera que Boram era la responsable de aquello. 

Su inmensa mana, que normalmente se percibía como un «flujo constante», ahora era indetectable. Como si lo hubiera gastado hasta la última gota. 

Entonces, ¿en qué había usado Boram todo ese mana? 

La mirada de Agustín se dirigió hacia los escasos restos de la posada de Eddie. 

No, más bien, hacia el lugar donde había estado la posada. 

Aparte del solar y algunos muebles destrozados, no quedaba absolutamente nada. 

Ante esa escena desoladora donde ni siquiera habrían quedado cadáveres si hubiera habido gente dentro, Agustín sintió un vuelco en el estómago. 

No se percibía ningún rastro de vida. Cadáveres tampoco. Pero, ¿cómo iban a quedar restos humanos si ni siquiera los escombros del edificio habían sobrevivido? 

Le vinieron a la mente los rostros de Ketron y Eddie, con quienes había llegado a llevarse bien, pero sabía que recordarlos no era su prioridad en ese momento. 

El rostro de Agustín se heló por sí solo. 

—¿Los mataste? 

Boram no respondió. 

—¿Los mataste? 

Ya antes de esto, Agustín había sentido decepción por sus antiguos compañeros. 

Pero esto iba más allá de la decepción. 

Tras un largo silencio, Boram habló. 

—Sí. Nadie pudo escapar. 

Con una expresión extrañamente vacía. 

—¿Por qué lo hiciste? 

Boram volvió a cerrar la boca. Agustín, exasperado, estaba a punto de alzar la voz cuando ella murmuró en un tono casi inaudible: 

—Desde el principio, lo que él quería era venganza. Cumplió su palabra. Nos hizo arrepentirnos. 

—¿De qué estás hablando? 

—Quería vengarse de los humanos que lo mataron. 

No se conformó con matarlos dolorosamente. Se acercó a ellos para arrastrarlo todo al abismo. 

A Arthur, que tanto anhelaba la gloria, lo cargó con el yugo más deshonroso. A Boram la obligó a atacar al héroe que más odiaba y la hizo gastar todo el mana que había acumulado durante años. 

Movió los hilos desde las sombras sin ensuciarse las manos. Lo único que cambió fue que quien terminó cubierta de inmundicia fue ella. Como siempre. 

Boram miró sus propias manos, que temblaban incontrolablemente por el exceso de mana gastado. 

No, no era por falta de mana. Físicamente, no podía dejar de temblar. 

Había resucitado. 

Había resucitado el Rey Demonio. 

Aquel a quien ellos, tras años de esfuerzo, lograron derrotar por fin había vuelto. 

¿Cómo era posible? Su existencia había sido borrada. ¿Cómo? 

Pero por ahora, discutir eso era inútil. Ella murmuró con desánimo.

—...Resucitó.

—¿Qué?

—Él... resucitó.

¿Ã‰l? ¿Resucitó?

Para Agustín, esas palabras eran completamente incomprensibles. Frunció el ceño, tratando de descifrar su significado, y su expresión gradualmente se tornó en pálido asombro.

Resucitó.

¿Cuántos seres podrían ser referidos como «Ã©l» al usar esa palabra?

Solo había un único ser posible.

El Rey Demonio.

—Eso es imposible.

Pero no podía ser.

¿El Rey Demonio había resucitado?

¿Cómo era eso posible? Su desaparición había sido definitiva. Con la caída del Rey Demonio, los demonios se habían replegado. La energía demoníaca en el mundo se redujo hasta casi extinguirse, y el alcance de los demonios disminuyó drásticamente.

Había sido el fin de la guerra.

Aunque Agustín no estuvo presente en el momento exacto de la desaparición del Rey Demonio, todas las circunstancias confirmaban que había sido erradicado.

¿Cómo, entonces, había podido resucitar?

Ni siquiera Laila, la Santa, ni el Papa, por más poder sagrado que invocaran, podían devolver la vida a los muertos.

Claro que ellos jamás intentarían resucitar al Rey Demonio, y el poder sagrado era antagónico a la energía demoníaca, así que ni siquiera serviría para eso. Pero el punto era que nadie, absolutamente nadie, podía revivir a quien ya había cruzado el umbral de la muerte.

En ese instante, el mundo se oscureció. El cielo despejado se nubló, y negros nubarrones cubrieron abruptamente el sol. La luminosidad del ambiente decayó como si, de pronto, hubiera llegado la noche en pleno día.

La gente que murmuraba alrededor de los restos de la posada alzó la vista con desconcierto.

Entonces, comenzó a caer una lluvia negra.

No era una lluvia normal, sino espesa y pegajosa.

Era la misma lluvia negra que solía caer cuando el Rey Demonio gobernaba el mundo. Desde su desaparición, no se había visto ni una sola vez.

—¡Aaaah!

—¡Es la lluvia negra!

—¡Está cayendo la lluvia negra!

La gente gritó aterrorizada ante la repentina lluvia, esa lluvia oscura que resucitaba horribles recuerdos que creían olvidados, y corrieron a refugiarse en los edificios cercanos.

Ssshhiii.

La lluvia negra se evaporaba al contacto con el cuerpo de Agustín, purificada por su energía sagrada.

Era una lluvia corrompida por energía demoníaca.

La misma lluvia impregnada de poder oscuro que el Rey Demonio hacía caer cuando quería reafirmar su presencia en el mundo.

Aunque la lluvia no logró mojar la piel de Agustín, comenzó a erosionar lentamente la barrera que cubría sus recuerdos, como si desgarrara una capa tras otra.


[—Esta lluvia me hace sentir sucio cada vez que me golpean].


También durante sus viajes, esta lluvia solía aparecer. Ya fuera cuando acampaban en bosques sin un ápice de romanticismo, o cuando, con suerte, encontraban una aldea y se hospedaban en una posada. Caía sin previo aviso, arruinando cualquier momento.

Y cada vez que la veía, ese mismo fastidio lo llevaba a refunfuñar...


[—Al menos tú puedes purificarla con tu energía sagrada. Yo ni eso tengo].


Una voz familiar siempre le respondía así.

Su querido amigo, bendecido con tantos talentos pero que, irónicamente, no había nacido con energía sagrada.


[—Usa la Espada Sagrada como paraguas entonces].


Cuando Agustín soltaba esa frase, mitad en serio mitad en broma, la espada que colgaba de la espalda de su amigo brillaba con indignación.


[—¿Acaso Albatros se ha vuelto loco?]


Aunque no podía oír la voz de la espada, su furia era evidente, y Agustín soltaba una carcajada.

Sí.

Así era.

Hubo una época así.

Un pasado que, hasta ahora, no había logrado recordar. 

El recuerdo que irrumpió abruptamente en su mente no se detuvo ahí. Era como si un cajón llamado memoria comenzara a abrirse lentamente, liberando lo que había estado encerrado en su profundidad. O como si un dique, hasta entonces sólido, hubiera desarrollado una grieta por algún lado.


[—Niño, ¿cómo te llamas? Pareces tener una habilidad bastante impresionante].


El primer recuerdo que regresó no era el más reciente, sino el más antiguo.

El día en que conoció a ese tipo.

¿Qué tan emocionante había sido darse cuenta de que, como guerreros, eran rivales a la altura el uno del otro?

Como si también hubiera sentido esa emoción, el rostro más juvenil de lo que recordaba le había respondido con una pequeña sonrisa:


[—Ketron].


El dique que contenía sus recuerdos comenzó a derrumbarse.


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