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Ketron Chapter 115


 Capítulo 115

—¿Qué? 

Tras salir de una larga conversación con el Emperador, Ketron frunció el ceño ante las palabras de la Espada Sagrada. 

—¿Eddie salió solo? 

Aunque el contenido no lo indicaba, el tono era innegablemente acusatorio. La Espada Sagrada saltó sobresaltada, defendiéndose. 

—¡Solo dijo que iría un momento al mercado, aparte, no puedo transformarme! 

—Te dije que debías quedarte con él pase lo que pase. 

—Pero es el mercado de al lado, ¡volverá enseguida! ¿Qué querías que hiciera? 

La Espada Sagrada murmuró. Él mismo sentía un escalofrío al recordar que lo había dejado ir solo. 

—Haah. 

Ketron suspiró brevemente y se apartó el flequillo con brusquedad. Si no fuera porque el marqués Rivalt había levantado una barrera mágica para evitar que la conversación con el Emperador se filtrara, habría sabido lo que ocurría afuera. Pero, aislado, no pudo impedir que Eddie saliera solo. 

Ketron ajustó la Espada Sagrada en su espalda y se dirigió hacia la salida de la mansión. 

—¿Vas a buscarlo? 

Si no hubiera sido el Emperador quien le hablara, lo habría ignorado sin más. Pero este no era otro que el hermano mayor de Eddie. Incapaz de desoírlo, Ketron se detuvo y respondió: 

—Sí. 

El Emperador, que había salido después, pareció deducir la situación al escuchar el diálogo entre Ketron y la Espada Sagrada. Hizo un chasquido con la lengua. 

—Tráelo pronto. En tiempos como estos, más vale ser precavido. 

—Lo sé. 

Ketron abrió la puerta de la mansión y salió. 

Era claramente el último día del año, pero las calles, que días atrás rebosaban de alegría por las celebraciones, ahora exudaban un ambiente sombrío. 

El frío era brutal, como si el invierno quisiera reafirmar su dominio. La nieve, derretida a medias, había dejado el suelo resbaladizo. 

Ketron llamaba la atención por donde pasaba. Los transeúntes lo miraban de reojo y, al ver la espada en su espalda, exclamaban y señalaban con el dedo. 

Pero él ignoró las miradas y se dirigió al mercado que solía frecuentar con Eddie. —Dijo que iba a comprar repollo. Entonces habrá ido donde el verdulero. 

—¿Solo eso? 

—¿Ah? No mencionó nada más. 

La mandíbula de Ketron se tensó al oír a la Espada Sagrada. Un mal presentimiento lo invadió. ¿Por qué alguien que solo fue a comprar verduras tardaba tanto en volver? A estas alturas, ya debería haberse cruzado con Ketron de camino al mercado. 

¿Por qué…? 

En la entrada del mercado, una multitud se agolpaba sin razón aparente. 

Entre los murmullos, alguien gritó, otro chilló. Rostros pálidos se apresuraban a huir del lugar. 

Los pasos de Ketron se aceleraron. No, estaba corriendo. 

Se abrió paso entre la gente a empujones. Los curiosos refunfuñaron ante la fuerza bruta, pero enmudecieron al ver el imponente físico del hombre. Y al notar la espada en su espalda, murmuraron al unísono. 

Cuando por fin logró abrirse camino hasta el centro… 

—…

El suelo, teñido de rojo, se reveló ante sus ojos. 

El camino que Eddie y él siempre recorrían juntos. 

Lo primero que vio fue el empedrado blanco, ahora empapado de sangre y teñido de rojo intenso. 

También vio una figura desgarbada, jadeando con violencia, con los hombros agitándose como si ni siquiera pudiera controlar su propia respiración. 

Alguien más yacía en el suelo, pero el dueño de toda esa sangre que inundaba el mercado quedaba oculto tras la espalda de aquel hombre. No se distinguía bien quién era. 

El corazón de Ketron latió, tan pesado que parecía hundirse en la tierra.

«No». 

Aunque no lo había visto, de algún modo ya lo sabía. No quería creerlo, ni imaginarlo, pero sus instintos le gritaban qué estaba pasando. 

Le decían quién era el que yacía en ese suelo frío. 

Ketron, por fin, empujó al hombre desaliñado que permanecía paralizado y vio lo que tanto había intentado confirmar y a la vez lo que menos deseaba ver. Ni siquiera tuvo ánimos para reconocer a quien había apartado. 

—E…

Quiso llamarlo por su nombre, pero solo un sonido metálico, más cercano al viento que a una voz, atravesó su garganta y se desvaneció. El nombre que no logró articular salió de otro lugar, no de él. 

[—Eddie]. 

La Espada Sagrada pronunció el nombre del que yacía allí con una frialdad que Ketron nunca antes le había oído. 

Pero el hombre que alguna vez, al igual que Ketron, solía reír al escuchar la voz de la Espada… no respondió. 

No pudo responder. 

Ketron había visto muchas muertes. A veces, de personas cercanas. La mayoría, de desconocidos. O de aquellos a quienes él mismo había matado. 

Algunas muertes le habían parecido trágicas, otras, insulsas. La mayoría entraban en lo segundo. Desde sus días de huérfano vagabundo hasta cuando empuñó la espada para sobrevivir, e incluso cuando lo llamaban héroe, la muerte nunca tuvo un significado especial para él. 

Nunca se había conmocionado al ver un cadáver. Nunca se había deshecho en llanto. 

Pero ahora… 

Al ver ese rostro, más familiar que cualquier otro en el mundo, pálido y con los ojos entreabiertos y vidriosos, el corazón de Ketron se desplomó de golpe. 

Un latido violento, luego silencio. Como si el órgano hubiera decidido detenerse. 

Todos los pelos de su cuerpo parecieron erizarse. Las yemas de sus dedos, tan frías como su corazón, perdieron sensación hasta que, de pronto, notó que todos sus sentidos se agudizaron. 

Hasta la dirección del viento rozando sus yemas se volvió palpable. 

La visión de Ketron se oscureció. 

Como aquel día, en algún momento antes de conocer a Eddie, cuando comprendió que le habían robado toda su gloria. Ahora lo comprendía de nuevo.

Todo su mundo se había derrumbado en ese instante.

* * *

—Eso no se puede poner ahí.

El hombre arrodillado frente al ataúd alzó la cabeza al oír esas palabras. Era un empleado del tanatorio. Su mirada se clavaba en el teléfono que el hombre intentaba colocar dentro del ataúd de su hermano, bloqueándole el movimiento.

—Podría explotar. Muñecos o cuadernos sí están permitidos, pero los móviles no.

—...Ah, ya veo. No lo sabía. Lo siento.

—No pasa nada. 

El empleado negó con sequedad y se alejó. El hombre tragó un suspiro. Había querido que su hermano llevara sus novelas favoritas para no aburrirse en el camino, pero al parecer eso no era posible.

—No me dejan, ¿qué vas a hacer ahora? Te vas a aburrir.

Como si le hablara a su hermano vivo, el hombre fingió normalidad mientras colocaba otros objetos dentro del ataúd en lugar del teléfono.

—Llévate estos, al menos.

En su lugar, puso con cuidado un muñeco del personaje que su hermano había amado desde niño y al que le insistía —nunca lo tires—, junto a un cuaderno repleto de notas sobre personajes que él mismo había creado.

Era él quien debía reconocer el cuerpo, ya que su padre no se atrevía a ver al más joven y su madre había perdido el conocimiento. Como no había nadie más para decir estas palabras antes de cerrar el ataúd, el hombre mordió con fuerza su labio y habló con dificultad.

—Jeong-hoon.

El rostro de su hermano, con los ojos cerrados, no mostraba ni un rastro de color. Como suele ocurrir con los que ya no están.

—Que no te duela nada allí... 

Mientras pronunciaba esas palabras convencionales de despedida, añadió una última línea:

—...De verdad, que no te duela.

«Porque te fuiste con tanto dolor, espero que allí no sufras ni un poco».

Lo rogó con toda su alma.

Eddie observaba la escena, aturdido.

Finalmente, el ataúd se cerró. Cuando Lee Jung-han, que había permanecido frente al ataúd de Lee Jeong-hoon, se alejó con pasos lentos hacia la oscuridad, el ataúd de Jeong-hoon también se desvaneció sin ruido de su lugar.

Eddie, ahora solo en la penumbra, giró lentamente la mirada.

Criiic, criiic, criiic.

Un lugar donde resonaba el sonido incesante de engranajes girando.

Al alzar la vista, Eddie vio un espacio repleto de decenas, quizá cientos, de ruedas dentadas moviéndose en perfecta sincronía. Un espacio que se extendía hasta lo alto, donde el cielo parecía no tener fin.

Bajo ese lugar, encontró el único punto iluminado.

Allí había un libro.

Eddie sabía qué era. También conocía parte de su contenido.

El libro, mucho más grueso de lo que recordaba, se abrió con un chasquido al cruzar su mirada con él. Las páginas volaron sin detenerse hasta la parte final, donde no había ni una sola palabra escrita.

Pero justo donde Eddie fijaba la vista, la historia comenzó a escribirse en tiempo real.

[...Arthur clavó la Espada Sagrada que sostenía directamente en el cuerpo de Eddie].

Una descripción brutal. La espada hundiéndose en su cuerpo, la sangre brotando violentamente, incluso el momento en que Eddie caía. Todo vívido.

Hasta el detalle de Eddie, tendido en el frío suelo, recordando el rostro de Ketron.

[Y así, Eddie]

Pero al llegar al final, la narrativa perdió abruptamente cualquier rastro de esmero. Como si el autor hubiera agotado toda consideración hacia este personaje.

[Terminó su vida sobre el frío suelo].

Así concluyó la historia de Eddie.

Con absoluta falta de esmero.


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